sábado, 24 de septiembre de 2011

Restaurante Culler de Pau, en O Grove, Pontevedra.

Os voy a relatar mi última visita -la segunda por el momento-  a este restaurante, de un modo distinto al habitual. Lo primero que haré, será ofrecer a los lectores, un par de confesiones al respecto de mis experiencias en Culler de Pau:

La primera es que me he utilizado de chuleta, a mi mismo; pues sentía cierto acongoje al enfrentarme con la página en blanco, para tratar de transmitir las sensaciones de mi última visita. 
Busqué mi propia entrada con pocas esperanzas de leer algo que me convenciese a mi mismo.  Creí que iba a encontrarme con un montón de errores e incoherencias en los que no tendría nada para agarrarme y contrariamente a lo que creía; no tardé en toparme con una frase interesante; " Javier olleros; chef del restaurante, realiza junto al resto de personal de cocina y sala un trabajo impecable".

Esto da pie a mi segunda confesión; ¿por que me alegro tanto de haber encontrado esa y otras frases similares? Por que mi primera visita a Culler de Pau, sucedió en medio de un agitado remolino gastronómico en el que, más que probablemente, no siempre habré dado en la diana, a la hora de contar lo vivido.
Honestamente, debo confesar que con Culler de Pau me sucedió algo curioso. A día de hoy ya no me cuesta tanto analizarlo y, como ya estoy acostumbrado, a confesarlo. El caso es que esa visita se me vino un pelín grande; como en su día escuchar cierto disco o ver cierta peli; que no supe aceptar en su grandeza. 
Por aquel entonces (creo que otoño del 2009); el restaurante llevaba muy poco tiempo abierto, era un habitual recomendado dentro del grupo y poseía una RCP, me atrevería a decir que insultante, teniendo en cuenta la materia prima, la acción sobre la misma, el personal de sala y el local, con todo lo que "local" conlleva; edificio con parking, impresionantes vistas, tranquilidad, mesas vestidas a la perfección, menaje...
De el menú degustación que disfruté en mi primera visita, podría cojer los platos uno por uno e introducirlos en un ranking (cosa tan mal vista por la pasma bloger). 
El caso es que la mayoría de esos platos estarían entre los tres-cinco primeros, de los que más me han gustado en mi carrera de lamepucheros y algunos como el aperitivo, la torrija, la crema o el pisto de setas y los pettit fours, estarían en primera posición.  Ha pasado tiempo desde entonces y muchííííiííííísimos restaurantes, así que, ¿¡que más puedo decir!?.

De un modo tan extrañamente virginal como ha sucedido, paso a contaroros mi más reciente visita (sep. 2011) a Culler de Pau


Tras un verano de reservas frustradas -me alegro de que exista un local de alta cocina con tal grado de éxito- un día en el que el tiempo -siempre el tiempo- corrió demasiado rápido en mi contra; comencé a hacer unas llamadas en busca de un restaurante en el que dar buen consuelo a mi estómago. 
Marqué el número de Culler de Pau sin demasiadas esperanzas e voilá; en esta ocasión si podría ser. 
Serían ya las 15:30 cuando entré con mi auto en el parking y me topé sin plaza alguna. Agarraos a este hecho, por que ha sido la única arista  (si es que se puede considerar como tal) en todo lo que duró la experiencia.
Sentí como un escalofrio cruzaba mi cuerpo, al situarme en frente a la puerta del Culler de Pau; el diseño del edificio  tan limpio, tan opaco, tan luminoso y bello, posee a la hora de penetrar en el mismo cierto halo de inquietud. Creo que, por algún motivo me recuerda a la casa del prota de Carretera Perdida; pero el escalofrío, no fue precisamente de terror; si no algo del tipo a lo que sentí entrando en el Sant Pau, o en El Corral del Indianu; algo así como  "vas entrar al cielo".
Nunca me ha sucedido esto, sin luego obtener un final de levitante placer, aunque bien es cierto que he tenido unos cuantos de esos finales sin previo escalofrío.

La primera cara conocida que me encuentro al abrir la puerta del comedor, es la del camarero. Algo que me produjo una alegría instantánea; pues en la anterior ocasión, su trabajo había sido, más que remarcable. Inundado por la luz de una tarde de septiembre con cielo encapotado, con el  susurrante silencio que  me encontré en una sala prácticamente llena; me introduje en esa especie de suave corriente  y me dispuse a ser llevado por la misma. 
Puede que me haya quedado un pelín rimbombante el párrafo anterior; así que explicaré el manual básico del disfrute, cuando YO me siento a una mesa en las circunstancias descritas. Se trata de dejarse llevar hacia el mismo; ni más ni menos que disposición.  Básico ¿verdad?; pero, ¿lo hacéis siempre?. Yo creo que no hay que rodearlo de filosofías orientales, karmas chacras, ni movidas de esas; aptitud y actitud hacia el disfrute, punto.

A continuación vereís unos platos de lineas tan limpias y definidas, que hasta os creeréis totalmente,  la desbarrada anterior. No he tomado el menú degustación, pero a las 15:35; todavía hubiese podido optar por él.
El aperitivo de la casa; ha sido una especie de salmorejo con helado de pepino. Perfecto.


Ensalada de tomate. Brutal y delicada a la vez.



Cocochas de merluza al pil pil, con algas y vinagreta con piel de limón. Impecable y abundante ración de este plato fuera de carta.


Helado de remolacha, espuma de coco e infusión de frutos rojos. Perfecta combinación de sabores y texturas.

Las bebidas, de mi tierra; a destacar el impresionante Coto de Gomariz Colleita Seleccionada. Uno de los mejores blancos que disfruté en mi vida. Estaba intentando no consumir alcohol en esos días; pero el haber ojeado la carta "por curiosidad" y el haber escogido esas cocochas, me pidió a gritos, la media botellita de la que di cuenta y que rematé en la comida del día siguiente, estando esta aún pletórica.

Sin perder las buenas costumbres, finalicé con café y un delicioso praliné.
Aguanté toda la entrada sin decirlo; pero lo voy soltar al final, a modo de despedida:

Culler de Pau; sensaciones tres estrellas -o soles, o tenedores, o planetas perdidos- ; por menos de 50 €.    
VOLVERÉ

sábado, 17 de septiembre de 2011

Jurmet Confesion's III, el tiempo pasa y todo llega. Quieras, o no...

No hay preocupación más inútil, que el agobiarse por el paso del tiempo que, inminente e inexorable, avanza siempre en nuestra contra y no siempre sabemos cabalgar la ola.
Yo, que nunca he aportado al mundo nada de interés, aparte de cuatro gracietas bien sincopadas; me he estado consumiendo en mi propio ácido, por ese motivo, durante toda mi vida. Miedo al paso del tiempo, miedo a crecer, miedo al miedo y miedo al ver que no me equivocaba... C'est la vie; muchos sois capaces de divertiros incluso leyéndome y yo, soy de una consciencia tan elevada para ciertos aspectos, como inútil para la mayoría de los que de verdad son válidos, prácticos y necesarios. Aún con todo, puedo reír y desde luego, llorar; siento emociones y se que aún bombeo sangre; motivo más que suficiente, para seguir adelante.
¡No os dejéis llevar!, no me voy a poner serio por ahora; es más, las confesiones que estoy a punto de iniciar, son cronológicamente más actuales y, en consecuencia, más ridículas. O cuando menos, el ridículo tiene más peso.
Siempre he tendido a analizar las situaciones demasiado; a auto examinarme constantemente y a poner el listón demasiado alto, como para darme tan siquiera un aprobado. Supongo que el diagnóstico será "inseguridad" o "sensación de inferioridad"; aunque nadie mejor que yo, para confesar que esa sensación torna radicalmente a lo opuesto, de cuando en vez...
Este blog, supongo que no será el único, siempre ha tenido mucho de terapia para quien lo escribe y puede presumir de altruista, tanto como de egoísta.


Ojeando el final del anterior Jurmet Confesions, no me ha costado recordar la época en la que me encontraba por aquel entonces. Era lo que se solía llamar, un borracho de fin de semana; pero de los que le pegaban bien duro... Los años pasaban y la cosa no cambiaba; rodar escaleras abajo, dormir vestido, despertarse sin saber donde estaba, era lo mínimo que algunos podíamos hacer para "aprovechar el fin de semana". Cuando la costumbre se extiende por semana... mejor no cuento más.  El caso es que en medio de este tótum revolútum de adolescentes sensaciones etílicas, con muchas pelis y series, bastante alcohol, algunas chicas, muchísima música  -siempre y en todo momento sonaba algo en mi cabeza que me impedía escuchar lo que los demás  me decían y en la mayoría de los casos, creo que incluso me puedo alegrar...-. De repente algo me frenó; algo inesperado, algo de lo que muy en el fondo, incluso llegué a alegrarme. Una epilepsia suave con la que había convivido durante unos cuantos años sin saberlo, se había hecho más latente y por fin se había diagnosticado. Para mi alivio; pues no sabía muy bien a que venían esas voces e imágenes que aparecían por mi cabeza sin previa invitación. 
Me saltaré por tanto, algún que otro asunto relacionado con la salud y casi todos esos años de medicación, hasta llegar al tramo final de los mismos:
Por fin finalizados mis estudios y fuera de casa de mis padres; sin trabajo y sin un duro, no pude  si no dar rienda suelta a lo que, a comparación de la gente con la que convivía, era una habilidad; cocinar.
O más bien; freír, rebozar, tunear las pizzas más chungas del súper y de vez en cuando, preparar algo de verdad comestible. Válganme de ejemplo, unas insuperables albóndigas que preparaba con la receta heredada de mi madre, algún pescado al horno, o algo con lo que pocos podrían rivalizar; mis tortillas. Ni mi yo actual lograría tal nivel.
En repostería, tampoco andaba del todo mal; aunque a veces los bizcochos y galletas ¡tenían un extraño tono verdoso!, que agradaba a más de uno.
No era poseedor de demasiadas preocupaciones por aquel entonces; veía innumerables conciertos al día, me pasaba por locales de ensayo de todos mis amigos músicos, me dejaba caer por la auto escuela de vez en cuando, acababa el Mario Bros por vigésima vez, paseaba, aguantaba sin ducharme durante tres días y podía tener una vida social de lo más completa e intensa, sin tan siqiera salir de casa. Millones de caras amigas y extrañas, pasaban por mi guarida a diario y vaciaban la nevera de cervezas, coca colas y de casi cualquier bebida carbonatada. "Casi", por que la que yo solía tomar, no era del agrado de prácticamente nadie. Los Bitter Kas; bebidos de tres en tres -conviene recordar que el formato era de 20cl.- en jarra de cerveza fría, era lo que me servían en los garitos de confianza, cuando decía "ponme una de las mías". Durante los primeros veranos en los que me había pseudo independizado, trabajaba en la playa y si ya era un ser sediento de por sí; ese trabajo me obligaba a consumir litros y litros de bebidas carbonatadas.
Cajas de galletas, millones de snacks, bolsas de patatas salseadas con kepchup, mahonesa, mostaza, vinagre, tabascos.... TODO valía. Tampoco era raro, verme al llegar del curro viendo la tele, mientras me zampaba nata en spray directamente del envase, zampando kilos de repostería de gama baja, los postres lácteos más artificiales de cuantos se fabricaban, litros de horchata, y frutos secos o polvorones, incluso recién levantado. Todo muy sano... vamos, que en cierto modo, era como zampar en un restaurante de cocina molecular a diario.
He de reconocer que me estoy partiendo la caja, mientras recuerdo que me desayunaba asiduamente unas pastas llamadas Parisinas -secas como ellas sólas- , regadas con biter kas y recuerdo también, la feliz mañana en la que un colega intentó imitarme y no fue capaz de tragarse ni la primera, ante mi desmesurado descojone.
El alcohol estaba proscrito, salvo contadas excepciones, con todo lo que ello suponía; aunque otras drogas  habían hecho aparición, a modo de sustitutivo. Unas más desaconsejables que otras, para que nos vamos a engañar. Si bien, opto por recomendar en su vez, una buena comida, sexo, viajar... aunque un viaje mental de vez en cuando... en fin, cada uno que haga lo que pueda.

Cualquiera que haya continuado leyendo hasta aquí, pensará que a alguien de tal corte, no podía tener querencia alguna, por una comida con un atisbo de calidad. Pues es mi palabra contra la suya, pero se equivioca. La atracción siempre estuvo ahí. Pasó tiempo, no mucho y algo sucedió.
Debo decir que la tortilla de por aquel entonces, ya no me gustaba hecha del todo; había descubierto que podía tomar un queso curadito acompañado de unas anchoas y por fin había probado un entrecot de buey en el punto en el que se debe tomar. No se si valdrá como prueba de refinamiento, el hecho de haber prescindido de palomitas y Cocacola para acompañar mis sesiones de cine caseras; en su vez, disfrutaba de peliculones como Miedo y Asco en las Vegas, VertigoLa Semilla del Diablo... mientras me zampaba tarros enteros de marron glacé con alguna que otra copa de buen brandy.
Además había mantenido un lazo con la comida de verdad, gracias a las visitas a casa de mis progenitores; donde ya no hacía ascos a casi ningún elemento del cocido, una buena lengua estofada, las empanadillas y empanadas caseras -aun con su cebolla-, y todos esos fantásticos productos de la huerta de mi madre (tirabeques, calabacines, tomates, pimientos, judías, puerros, zanahorias, puerros, lechugas, cebollas...). Platos conclusivos, auténticos e infinitamente más sanos y sabrosos que la mayoría de lo que zampaba por ahí...

Pero como iba diciendo, algo llegó y ese algo había sido, entre muchas otras cosas, el haberme aficionado a consumir chuletones, entrecots, solomillos... y a que estos fuesen acompañados de algo que lograba apartarme de la reiterativa Coca Cola. El vino tinto comenzaba a manifestarse y todavía recuerdo el día que me bebí una botella en la que se habían invertido más de 10 pavos.
Fue gracias a una gran amistad, que me llevaba unas cuantas primaveras y desde siempre, había sido amante de la buena mesa. Sucedió la tarde de un viernes glorioso; yo me había hecho con un par de chuletones que rondaban los 800g cada uno y mi colega, se había propuesto adquirir un acompañamiento a la altura. Como dicha tarde nos pilló en otros menesteres, la adquisición tuvo lugar en un supermercado santiagués. Nunca se me olvidará lo que pensé cuando vi que de una estantería plagada de vinos, se seleccionaba un par de botellas de Faustino V; fue algo del tipo "con lo que cuesta eso, arreglo botellón para cuatro".
Finalmente, disfruté con la sagrada combinación de vino y carne tanto, que a partir de aquí, ya comenzaron a surgir cosas; poco a poco, el comer en restaurantes se había convertido en algo relativamente habitual.
Era otra forma de divertirse y lo cierto es que me había encontrado felizmente con mesa y mantel, más precozmente, que mi círculo de amistades. Así pasaría un año -más/menos- y servidor ya había catado unos cuantos vinos, comenzaba a almacenar alguna que otra botella y disponía de unas copas regulares para su degustación. Por supuesto que había conocido más de un local interesante y ya había caído algún que otro menú degustación.
También es cierto que me tengo currado cantidad de cenas para mis allegados -muchos podrían corroborarlo-, repletas de improvisación, que tienen alegrado mesas con más de 10 comensales y cuyas sobremesas, se extendían en ocasiones, hasta la salida del sol... eran tiempos.
De pronto, los viajes con los amigos, en los que anteriormente el único objetivo consistía en ver algún concierto interesante, o repasar todos los bares del pueblo, aldea o ciudad a visitar, en medio de las apuestas más estúpidas y surealistas, juegos de cartas, parchís...; nadando en cerveza, cubatas y una espesa niebla,  subsistiendo a base de ollas repletas de spaguetti. De pronto, como iba diciendo; esos viajes, también servían para conocer la gastronomía de los diferentes lugares visitados.
El saber hacer de los asturianos -benditos sean- con sus fastuosos llagares o sus tascas más céntricas; la enormidad, diversidad e inabarcable oferta de los vascos, la ligereza y frescura de los catalanes, o la de los madriles (ejem...).
La fiesta gastronómica había comenzado de forma natural y no tardó en encontrar uno de su pilares, en un restaurante de cocina de mercado, sito las afueras del pueblo en el que todavía resido. De su carta recuerdo el imprescindible pulpo a la brasa con cebolla roja, las fantásticas barcas de queso y aguacate, tortillas hechas al momento; como la de jamón y setas, o la de espinacas y cabrales, o una fantástica paisana. También recuerdo un sabroso rape, o una rica presa de ibérico especiada, los dados de solomillo de ternera a la naranja, o el pollo con setas, panceta y nata acompañado de patata paja, riquísimias croquetas caseras, carpaccios, audaces revueltos, pantumacas con jamón y unos espárragos cojonudos, que de verdad estaban cojonudos. También recuerdo una carta de vinos, con alto predominio de vinos gallegos y que los mombres de los platos estaban escritos, en gallego; además las cartas se hacían manualmente a diario.
De postre había trufas de varios tipos, refrescantes sorbetes, deliciosos pasteles de nuez caseros, flanes impecables y un fantástico pastel de idiazabal con miel y membrillo. Además de los mejores licores caseros que bebí sentado a la mesa de un restaurante,  que alegraban unas sobremesas, ciertamente numerosas y es que, poco a poco; la costumbre ganaba adeptos...

Las visitas se sucedían una y otra vez, dentro de cierto nivel -parrilladas en la mayoría de las ocasiones-; pero todavía recuerdo una comida que considero como una consagración. En aquella época era muy dado a las apuestas entre colegas, aunque no me fuese la vida en lo que se apostaba.
Fue así como en una tarde viendo el espectáculo de la F1, se me dio por apostar en contra de uno que corría en un coche azul y a favor de otro que lo hacía en uno rojo. Fue así como gané dos apuestas, que me hicieron merecedor de sendas comidas, que, en último momento, se convirtieron en un único homenaje; pero de nivel...
Por aquel entonces, pertenecía, al igual que los demás asistentes a dicha comida, a una asociación gastromicológica y se había decidido acudir a un restaurante que preparaba un fantástico menú maridaje, basándose en hongos y setas, como hilo conductor del mismo.
El mini canelón de faisán que me zampé en medio de tan deliciosas creaciones, que por aquel entonces, se me antojaban minúsculas; me marcó a fuego. Había puesto un pie por primera vez en A Estación y había salido desconcertado y maravillado a partes iguales.

Algo a tener en cuenta, es que durante todo este periodo de tiempo, toscamente descrito, mi principal late motive era la música. No dejaba pasar un fin de semana sin asistir, como o mínimo a un par de conciertos; podría empapelar las paredes de mi casa, con las entradas a cientos de espectáculos que todavía conservo. La música era, en mi escala de aficiones, el ingrediente principal a tener en cuenta, durante todo este periodo.


La música era el ingrediente principal en mi vida y a día de hoy, continúa siéndolo; así que en el siguiente capítulo describiré como durante una intensa temporada dicha afición, se vió relegada la papel de guarnición; para finalmente volver a equilibrarse.
Música y gastronomía son dos de las artes que riegan mi alma; ojalá sea así por siempre.
Desde esa comida de confirmación iniciática en A Estación, tuvieron lugar una serie de hechos en mi vida, los cuales, por respeto a tercer@s, no puedo decribir en este foro y que me mantuvieron apartado de los ambientes restaurantiles. Comenzaré por tanto, el último capitulo de esta serie de gastroconfesiones, con mi casual regreso a los restaurantes; el cual podréis ver penosamente narrado, en forma de lo que ha sido la primera entrada publicada en este blog.
Dicha narración, formaba parte de una especie de un diario personal que dedicaba únicamente a menesteres del tipo comilonas. Nada más lejos de mis intenciones, el que acabase haciéndose público, por medio de un blog; "diario de la nutrición del espíritu".
"¡Menuda chorrada de título!", pienso cada vez que lo leo; pero no, no me atrevo a borrarlo... Trataré de reunir valor; como el que habrás tenido tu, querido lector, si has sido capaz de llegar hasta este punto.

Os queda lo más interesante de mis gastroconfesiones. Lo que realmente sucedía en la "parte de atrás" de las visitas a tantos restaurantes aquí narrados. Alguna puesta de largo como cocinero, delante de todo el vecindario, etc, etc...

domingo, 11 de septiembre de 2011

Restaurante Trébula, Cangas do Morrazo.


Resulta curioso que un gastropirado como el menda, pueda estar rastreando blogs durante muchas más horas de las recomendables y aún así, continúe descubriendo una buena parte de locales interesantes, gracias al boca a boca. La verdad que, aunque en cierto modo, esté tirrando piedras contra mi propio tejado, me encanta enterarme de ese modo.

Por otra parte, de un tiempo hasta hoy, no estoy demasiado por la labor de adentrarme en las últimas novedades restaurantiles. A día de hoy, sobran sitios donde dejarme caer para celebrar una feliz jornada gastronómica, donde se que voy a ser bien tratado, mientras me deleito con las celestiales viandas de los enormes profesionales que plagan los restaurantes del territorio gallego.

Esta es una de tantas excepciones y el motivo de que me dejase caer por aquí, es el haberme enterado de quien oficia en los fogones. Saludé por vez primera a Aitor, actual sheriff en la cocina del Trébula, en mi primera visita a Pepe Vieira y lo vi cocinando durante un curso al que asistí, en el citado restaurante. Previamente, había pasado una larga temporada en Casa Pendás.
Recuerdo haber pensado "al fiera este, algún día lo veré capitaneando su propia cocina y él me verá a mi devorando cuanto salga de sus hábiles manos". Ha pasado tiempo desde ese día, aunque menos del esperado, para que ese pensamiento pudiese materializarse.  Veréis por tanto, una larga sucesión de platos, perteneciente a un menú extra largo que disfruté en mi primera y, hasta el momento, única visita.

Antes de nada, daré una pinceladas sobre el restaurante y su entorno.
Cangas, es una bella población, relativamente próxima a Vigo y a Pontevedra -prácticamente equidistante- en la que el olor del mar, inunda todo el pueblo y sobre todo, las pituitarias de quienes visiten el Trébula; pues esta vinoteca-restaurante, se encuentra a tiro de piedra, del paseo marítimo que lo separa de la ría de Vigo. Las vistas están más que aseguradas, sobre todo si el día está bueno y optáis por ocupar una mesa en su amplia terraza.

Habéis leído bien, vinoteca-restaurante; no es el concepto que más me agrada, pero aquí han logrado una convivencia de lo más harmónica. Una carta de raciones con algún que otro giro de tuerca, para la vinoteca y un par de menús degustación para el restaurante. Uno de los menús lo venden a 35€ y el otro, más largo, a 45€. Estamos hablando de una RCP más que aceptable teniendo en cuenta que cuentan con un buen servivicio  con un maitre al frente y el estupendo producto, perfectamente cocinado, del que se puede disfrutar. A estas alturas cualquier gastroaficionado ya debería estar animándose a probar el Trébula. Si además digo que el curioso nombre del restaurante, se debe a una región italiana conocida por sus viñedos y olivos; lo cual es indicador de que al vino se le da la suficiente importancia como para disponer de una completa carta, y conocimientos de sobra para dejarse recomendar, ¡ya deberíais estar reservando!!!

¿Que bebí?. Un  Algueira crianza. NOTA DE CATA: VI NA ZO Y UN DULCE MOSCATEL PARA LOS POSTRES.


¿Que comí?.
Snakcs de yuca y patata morada.


Gambas de Huelva, con el jugo de sus cabezas.


Bogavante, salmorejo, migas... en el top five de la nui.


Bonito from Burela con algas y ajoblanco. Un plato tibio; también en el top.  


Vieira marinada, tomate, cebolla roja...


Más bonito, más fresco... una aproximación al ceviche.


Atún comunista marinado en soja y sésamo. Productazo.


Lomo de Jurel sublimado por su cocción, el acompañamiento de un escabeche suave y una espinaca casi cruda. 



Lomos de salmonete en un caldo ligero.


Lubina, otro top. ¿Alguien recordaba que mi favorita la tomé hace unos meses en Pepe Vieira?

Yema, crema de patata, migas y aceite de chorizo.


Steack tartar, tocando el cielo. La próxima vez, intentaré encargar un barreño hasta arriba de esto y un magnun de alguno de mis tintos predilectos.

Presa, de la lujuria estaba servidor durante los cárnicos instantes en los que devoré estos dos  platos.



Crema de albaricoque con peta zetas (SOBRANTES) y aceite de arbequina (sublime).


Cremoso de queso con frutos rojos.


Éxtasis de chocolate blanco, licor de café reducido...



Y mi infaltable expreso con gominola de licor café, trufa en polvo de pistacho, praliné y nuez caramelizada.






Ni que decir tiene, que me tomé la libertad de rebautizar casi todos los platos...



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viernes, 2 de septiembre de 2011

Casa Teresa (As Pontes)

Recogiendo el "desafío" de un lector Gastropontés, a modo de recomendación; me dejé caer recientemente por este agradable local.

Yo lo visité un viernes noche y pude disfrutar de unos cuantos platos de su carta, aunque por lo que he leído en El Buen Comer; disponen de un menú del día de lo más aconsejable. Valiosa información para servidor, pues ya se donde comeré, cuando trabaje por los alrededores.
El local posee una ubicación céntrica, en una tranquila calle -creo que peatonal- y se divide al 50% entre un café-bar-vinoteca, con su barra, mesas altas... y un comedor equipado con unas 7 u 8 mesas.
El servicio es atento y muy amable.

Ahora toca contaros lo que se cuece en Casa Teresa. Una pizarra plagada de apetitosas y abundantes raciones, anuncia croquetas caseras, calamares de la ría, empanada casera, pulpo a la plancha... ...todos esos platos que, bien ejecutados, harán las delicias de cualquiera.
Sentado a la mesa, llaman la atención entrantes como vieiras al horno, o la terrina de foie con compota de manzana y principales como la merluza del pincho en varias preparaciones, huevos con bacalao, secreto de cerdo ibérico...
En mi caso, me fié de las recomendaciones y opté por probar la empanada. Muy buena, tanto la masa, como el relleno; con esa cebollita bien cocinada y ciertamente abundante la media ración.
Dos buenos pedazos conformaban esta media ración, que serviría perféctamente para compartir.

También a modo de entrante, tomé como opción, otra media ración de vieiras al horno. La verdad que me llevaba la vida probar las croquetas de jamón caseras, pero no hay mejor indicador de una cocina despierta, como unas vieiras tiernas, sin resecar, con su carne exuberante... Me decanté por tanto, por las vieiras al horno y no me arrepentí. Como observaréis en la imagen de esa vieira king size, en el interior estaba lozana y pronta para su disfrute.
Un pelín excesivo el punto de sal en mi paladar; aunque, por lo que estoy comprobando durante las ocasiones en las que comparto mesa con mis allegados, a la mayoría de la gente, le gusta ese excesivo punto de sal.
Se que con este comentario, hago gala de un sentimiento de lo más británico, pues creo que son la mayoría de los paladares los que se equivocan y no el mio propio. Demasiadas patatas de bolsa, o demasiado marisco de congelador disfrazado con un exceso de condimentación... El caso, es que rara vez me han pedido sal, quienes han comido algo preparado por mi y doy fe, de que no utilizo demasiada.

Sencillo y rotundo como el sólo, fue este espléndido solomillo de ternera con patatas y piquillos.
La carne se sirvió en el punto exacto, en el que la había solicitado; no recuerdo haber disfrutado tanto de un solomillo fuera de casa, en mucho tiempo. Traduzco la frase anterior; ni en A Gabeira, ni en Casa Pardo. -Lo siento por los masterbloggers (asalariados en su mayoría), que no admiten este tipo de comparaciones-


Rematé con un par de bolas de helado de canela; bueno sin más y un par de cafés Illy. Por cierto, fui invitado a uno de ellos; cosa que agradezco y más tratándose de un expreso de nivel, como es este.
Se me olvidaba comentar algo sobre la carta de vinos, que es, en fin, mejorable por el excesivo predominio de Rioja, Ribera del Duero  y algunos blancos gallegos poco afines a mi gusto - de entre los que conocía-. Aunque encontrareis referencias de sobra para acompañar los buenos platos que sirven en esta casa. En mi caso me hubiese decantado por un Baigorri, o un Pétalos del Bierzo que me pareció ver fuera de carta; pero hasta un Roda I, podríais tirar. El caso es que, por estricta dieta no alcohólica, me tuve que conformar con un agua con gas...

Un breve resumen:
Casa Teresa es un local acogedor, en el que se puede disfrutar de una comida sencilla, sin artificios; pero con buen producto, una magnífica relación calidad-precio y en abundancia.
Algo a tener en cuenta, es el buen hacer de la cocinera; pues juraría que esa noche la cocina, contaba con el mismo número de personas que mi mesa; una. Una fiera -en el mejor de los sentidos- a los fogones y otra a su disfrute; además de tres mesas, una de ellas, de unos 6/8 comensales, un par de ellas más, ocupadas por parejas y las mesas del bar, que no paraban de recibir sus reconfortantes raciones. No está nada mal.

Como puntos negativos, encontré una acústica un pelín molesta, aunque tampoco demasiado, condicionada por el excesivo barullo que llegaba desde el bar y que no sería muy complicado de subsanar. También me topé con una de mis archi enemigas; la excesiva intensidad lumínica en sala -que no en la zona del bar- y esto si se arregla con suma facilidad. Ojo, que no todo el mundo opinará lo mismo; es una visión del todo subjetiva.
Casa Teresa, gran sitio; vayan.
Teléfono 981 450 576
Rego Do Campo 11
15320 As Pontes de García Rodríguez