sábado, 17 de septiembre de 2011

Jurmet Confesion's III, el tiempo pasa y todo llega. Quieras, o no...

No hay preocupación más inútil, que el agobiarse por el paso del tiempo que, inminente e inexorable, avanza siempre en nuestra contra y no siempre sabemos cabalgar la ola.
Yo, que nunca he aportado al mundo nada de interés, aparte de cuatro gracietas bien sincopadas; me he estado consumiendo en mi propio ácido, por ese motivo, durante toda mi vida. Miedo al paso del tiempo, miedo a crecer, miedo al miedo y miedo al ver que no me equivocaba... C'est la vie; muchos sois capaces de divertiros incluso leyéndome y yo, soy de una consciencia tan elevada para ciertos aspectos, como inútil para la mayoría de los que de verdad son válidos, prácticos y necesarios. Aún con todo, puedo reír y desde luego, llorar; siento emociones y se que aún bombeo sangre; motivo más que suficiente, para seguir adelante.
¡No os dejéis llevar!, no me voy a poner serio por ahora; es más, las confesiones que estoy a punto de iniciar, son cronológicamente más actuales y, en consecuencia, más ridículas. O cuando menos, el ridículo tiene más peso.
Siempre he tendido a analizar las situaciones demasiado; a auto examinarme constantemente y a poner el listón demasiado alto, como para darme tan siquiera un aprobado. Supongo que el diagnóstico será "inseguridad" o "sensación de inferioridad"; aunque nadie mejor que yo, para confesar que esa sensación torna radicalmente a lo opuesto, de cuando en vez...
Este blog, supongo que no será el único, siempre ha tenido mucho de terapia para quien lo escribe y puede presumir de altruista, tanto como de egoísta.


Ojeando el final del anterior Jurmet Confesions, no me ha costado recordar la época en la que me encontraba por aquel entonces. Era lo que se solía llamar, un borracho de fin de semana; pero de los que le pegaban bien duro... Los años pasaban y la cosa no cambiaba; rodar escaleras abajo, dormir vestido, despertarse sin saber donde estaba, era lo mínimo que algunos podíamos hacer para "aprovechar el fin de semana". Cuando la costumbre se extiende por semana... mejor no cuento más.  El caso es que en medio de este tótum revolútum de adolescentes sensaciones etílicas, con muchas pelis y series, bastante alcohol, algunas chicas, muchísima música  -siempre y en todo momento sonaba algo en mi cabeza que me impedía escuchar lo que los demás  me decían y en la mayoría de los casos, creo que incluso me puedo alegrar...-. De repente algo me frenó; algo inesperado, algo de lo que muy en el fondo, incluso llegué a alegrarme. Una epilepsia suave con la que había convivido durante unos cuantos años sin saberlo, se había hecho más latente y por fin se había diagnosticado. Para mi alivio; pues no sabía muy bien a que venían esas voces e imágenes que aparecían por mi cabeza sin previa invitación. 
Me saltaré por tanto, algún que otro asunto relacionado con la salud y casi todos esos años de medicación, hasta llegar al tramo final de los mismos:
Por fin finalizados mis estudios y fuera de casa de mis padres; sin trabajo y sin un duro, no pude  si no dar rienda suelta a lo que, a comparación de la gente con la que convivía, era una habilidad; cocinar.
O más bien; freír, rebozar, tunear las pizzas más chungas del súper y de vez en cuando, preparar algo de verdad comestible. Válganme de ejemplo, unas insuperables albóndigas que preparaba con la receta heredada de mi madre, algún pescado al horno, o algo con lo que pocos podrían rivalizar; mis tortillas. Ni mi yo actual lograría tal nivel.
En repostería, tampoco andaba del todo mal; aunque a veces los bizcochos y galletas ¡tenían un extraño tono verdoso!, que agradaba a más de uno.
No era poseedor de demasiadas preocupaciones por aquel entonces; veía innumerables conciertos al día, me pasaba por locales de ensayo de todos mis amigos músicos, me dejaba caer por la auto escuela de vez en cuando, acababa el Mario Bros por vigésima vez, paseaba, aguantaba sin ducharme durante tres días y podía tener una vida social de lo más completa e intensa, sin tan siqiera salir de casa. Millones de caras amigas y extrañas, pasaban por mi guarida a diario y vaciaban la nevera de cervezas, coca colas y de casi cualquier bebida carbonatada. "Casi", por que la que yo solía tomar, no era del agrado de prácticamente nadie. Los Bitter Kas; bebidos de tres en tres -conviene recordar que el formato era de 20cl.- en jarra de cerveza fría, era lo que me servían en los garitos de confianza, cuando decía "ponme una de las mías". Durante los primeros veranos en los que me había pseudo independizado, trabajaba en la playa y si ya era un ser sediento de por sí; ese trabajo me obligaba a consumir litros y litros de bebidas carbonatadas.
Cajas de galletas, millones de snacks, bolsas de patatas salseadas con kepchup, mahonesa, mostaza, vinagre, tabascos.... TODO valía. Tampoco era raro, verme al llegar del curro viendo la tele, mientras me zampaba nata en spray directamente del envase, zampando kilos de repostería de gama baja, los postres lácteos más artificiales de cuantos se fabricaban, litros de horchata, y frutos secos o polvorones, incluso recién levantado. Todo muy sano... vamos, que en cierto modo, era como zampar en un restaurante de cocina molecular a diario.
He de reconocer que me estoy partiendo la caja, mientras recuerdo que me desayunaba asiduamente unas pastas llamadas Parisinas -secas como ellas sólas- , regadas con biter kas y recuerdo también, la feliz mañana en la que un colega intentó imitarme y no fue capaz de tragarse ni la primera, ante mi desmesurado descojone.
El alcohol estaba proscrito, salvo contadas excepciones, con todo lo que ello suponía; aunque otras drogas  habían hecho aparición, a modo de sustitutivo. Unas más desaconsejables que otras, para que nos vamos a engañar. Si bien, opto por recomendar en su vez, una buena comida, sexo, viajar... aunque un viaje mental de vez en cuando... en fin, cada uno que haga lo que pueda.

Cualquiera que haya continuado leyendo hasta aquí, pensará que a alguien de tal corte, no podía tener querencia alguna, por una comida con un atisbo de calidad. Pues es mi palabra contra la suya, pero se equivioca. La atracción siempre estuvo ahí. Pasó tiempo, no mucho y algo sucedió.
Debo decir que la tortilla de por aquel entonces, ya no me gustaba hecha del todo; había descubierto que podía tomar un queso curadito acompañado de unas anchoas y por fin había probado un entrecot de buey en el punto en el que se debe tomar. No se si valdrá como prueba de refinamiento, el hecho de haber prescindido de palomitas y Cocacola para acompañar mis sesiones de cine caseras; en su vez, disfrutaba de peliculones como Miedo y Asco en las Vegas, VertigoLa Semilla del Diablo... mientras me zampaba tarros enteros de marron glacé con alguna que otra copa de buen brandy.
Además había mantenido un lazo con la comida de verdad, gracias a las visitas a casa de mis progenitores; donde ya no hacía ascos a casi ningún elemento del cocido, una buena lengua estofada, las empanadillas y empanadas caseras -aun con su cebolla-, y todos esos fantásticos productos de la huerta de mi madre (tirabeques, calabacines, tomates, pimientos, judías, puerros, zanahorias, puerros, lechugas, cebollas...). Platos conclusivos, auténticos e infinitamente más sanos y sabrosos que la mayoría de lo que zampaba por ahí...

Pero como iba diciendo, algo llegó y ese algo había sido, entre muchas otras cosas, el haberme aficionado a consumir chuletones, entrecots, solomillos... y a que estos fuesen acompañados de algo que lograba apartarme de la reiterativa Coca Cola. El vino tinto comenzaba a manifestarse y todavía recuerdo el día que me bebí una botella en la que se habían invertido más de 10 pavos.
Fue gracias a una gran amistad, que me llevaba unas cuantas primaveras y desde siempre, había sido amante de la buena mesa. Sucedió la tarde de un viernes glorioso; yo me había hecho con un par de chuletones que rondaban los 800g cada uno y mi colega, se había propuesto adquirir un acompañamiento a la altura. Como dicha tarde nos pilló en otros menesteres, la adquisición tuvo lugar en un supermercado santiagués. Nunca se me olvidará lo que pensé cuando vi que de una estantería plagada de vinos, se seleccionaba un par de botellas de Faustino V; fue algo del tipo "con lo que cuesta eso, arreglo botellón para cuatro".
Finalmente, disfruté con la sagrada combinación de vino y carne tanto, que a partir de aquí, ya comenzaron a surgir cosas; poco a poco, el comer en restaurantes se había convertido en algo relativamente habitual.
Era otra forma de divertirse y lo cierto es que me había encontrado felizmente con mesa y mantel, más precozmente, que mi círculo de amistades. Así pasaría un año -más/menos- y servidor ya había catado unos cuantos vinos, comenzaba a almacenar alguna que otra botella y disponía de unas copas regulares para su degustación. Por supuesto que había conocido más de un local interesante y ya había caído algún que otro menú degustación.
También es cierto que me tengo currado cantidad de cenas para mis allegados -muchos podrían corroborarlo-, repletas de improvisación, que tienen alegrado mesas con más de 10 comensales y cuyas sobremesas, se extendían en ocasiones, hasta la salida del sol... eran tiempos.
De pronto, los viajes con los amigos, en los que anteriormente el único objetivo consistía en ver algún concierto interesante, o repasar todos los bares del pueblo, aldea o ciudad a visitar, en medio de las apuestas más estúpidas y surealistas, juegos de cartas, parchís...; nadando en cerveza, cubatas y una espesa niebla,  subsistiendo a base de ollas repletas de spaguetti. De pronto, como iba diciendo; esos viajes, también servían para conocer la gastronomía de los diferentes lugares visitados.
El saber hacer de los asturianos -benditos sean- con sus fastuosos llagares o sus tascas más céntricas; la enormidad, diversidad e inabarcable oferta de los vascos, la ligereza y frescura de los catalanes, o la de los madriles (ejem...).
La fiesta gastronómica había comenzado de forma natural y no tardó en encontrar uno de su pilares, en un restaurante de cocina de mercado, sito las afueras del pueblo en el que todavía resido. De su carta recuerdo el imprescindible pulpo a la brasa con cebolla roja, las fantásticas barcas de queso y aguacate, tortillas hechas al momento; como la de jamón y setas, o la de espinacas y cabrales, o una fantástica paisana. También recuerdo un sabroso rape, o una rica presa de ibérico especiada, los dados de solomillo de ternera a la naranja, o el pollo con setas, panceta y nata acompañado de patata paja, riquísimias croquetas caseras, carpaccios, audaces revueltos, pantumacas con jamón y unos espárragos cojonudos, que de verdad estaban cojonudos. También recuerdo una carta de vinos, con alto predominio de vinos gallegos y que los mombres de los platos estaban escritos, en gallego; además las cartas se hacían manualmente a diario.
De postre había trufas de varios tipos, refrescantes sorbetes, deliciosos pasteles de nuez caseros, flanes impecables y un fantástico pastel de idiazabal con miel y membrillo. Además de los mejores licores caseros que bebí sentado a la mesa de un restaurante,  que alegraban unas sobremesas, ciertamente numerosas y es que, poco a poco; la costumbre ganaba adeptos...

Las visitas se sucedían una y otra vez, dentro de cierto nivel -parrilladas en la mayoría de las ocasiones-; pero todavía recuerdo una comida que considero como una consagración. En aquella época era muy dado a las apuestas entre colegas, aunque no me fuese la vida en lo que se apostaba.
Fue así como en una tarde viendo el espectáculo de la F1, se me dio por apostar en contra de uno que corría en un coche azul y a favor de otro que lo hacía en uno rojo. Fue así como gané dos apuestas, que me hicieron merecedor de sendas comidas, que, en último momento, se convirtieron en un único homenaje; pero de nivel...
Por aquel entonces, pertenecía, al igual que los demás asistentes a dicha comida, a una asociación gastromicológica y se había decidido acudir a un restaurante que preparaba un fantástico menú maridaje, basándose en hongos y setas, como hilo conductor del mismo.
El mini canelón de faisán que me zampé en medio de tan deliciosas creaciones, que por aquel entonces, se me antojaban minúsculas; me marcó a fuego. Había puesto un pie por primera vez en A Estación y había salido desconcertado y maravillado a partes iguales.

Algo a tener en cuenta, es que durante todo este periodo de tiempo, toscamente descrito, mi principal late motive era la música. No dejaba pasar un fin de semana sin asistir, como o mínimo a un par de conciertos; podría empapelar las paredes de mi casa, con las entradas a cientos de espectáculos que todavía conservo. La música era, en mi escala de aficiones, el ingrediente principal a tener en cuenta, durante todo este periodo.


La música era el ingrediente principal en mi vida y a día de hoy, continúa siéndolo; así que en el siguiente capítulo describiré como durante una intensa temporada dicha afición, se vió relegada la papel de guarnición; para finalmente volver a equilibrarse.
Música y gastronomía son dos de las artes que riegan mi alma; ojalá sea así por siempre.
Desde esa comida de confirmación iniciática en A Estación, tuvieron lugar una serie de hechos en mi vida, los cuales, por respeto a tercer@s, no puedo decribir en este foro y que me mantuvieron apartado de los ambientes restaurantiles. Comenzaré por tanto, el último capitulo de esta serie de gastroconfesiones, con mi casual regreso a los restaurantes; el cual podréis ver penosamente narrado, en forma de lo que ha sido la primera entrada publicada en este blog.
Dicha narración, formaba parte de una especie de un diario personal que dedicaba únicamente a menesteres del tipo comilonas. Nada más lejos de mis intenciones, el que acabase haciéndose público, por medio de un blog; "diario de la nutrición del espíritu".
"¡Menuda chorrada de título!", pienso cada vez que lo leo; pero no, no me atrevo a borrarlo... Trataré de reunir valor; como el que habrás tenido tu, querido lector, si has sido capaz de llegar hasta este punto.

Os queda lo más interesante de mis gastroconfesiones. Lo que realmente sucedía en la "parte de atrás" de las visitas a tantos restaurantes aquí narrados. Alguna puesta de largo como cocinero, delante de todo el vecindario, etc, etc...